Sospecha que muere, y muere.
Un hombre nunca regresa a la cama siendo el mismo. Por la noche, luego de lidiar duras batallas durante el transcurso del día, encerrado en su alcoba, con la mirada fija sobre el techo, descubre que una parte de sí ha muerto y una nueva acaba de nacer. Se adormita lentamente con la virtud de un hombre nuevo. Este hombre nuevo destruye el tiempo por bien propio; y lo mismo hace consigo mismo para mantener su integridad. Destruye lo aprendido, y se hace nuevamente y nuevamente aprende a ser; para olvidar de nuevo y destruirse. No se reconoce. Es un hombre duro y frío. Es un hombre muerto. Un hombre actual.
Ninguna mujer sabe cómo siente un hombre a menos que lo haya sido. Y ningún hombre nació siendo mujer para contarlo.
El hombre ve por encima de lo que mira y observa cómo otro hombre se desploma; no hará nada para detenerlo, le pertenece el turno ahora. Es el único momento donde un hombre reconoce al otro, y sonríe. Apartan la mirada, se separan y vuelven a ser desconocidos. Puede que se miren con asco o con desprecio.
Uno de los dos hombres sospecha que después de la conquista o la derrota, nunca se regresa a casa siendo el mismo. Nunca es el mismo hombre tendido en la cama. Respira profundamente y piensa que la idea de perseguir el pasado es perseguir la débil sombra de lo muerto y de lo efímero. Ya no destruye el tiempo sin que éste lo destruya a él. Parece inevitable que luego de cada paso se desmorone el suelo y la huella, la vida. El agujero brutal del tiempo se abre y devora los restos del hombre viejo mientras se construye.
Todo ocurre demasiado rápido. Las agujas del reloj revientan y el sol desciende. El hombre muere y vuelve a casa. El hombre sale de casa y muere. El sol nace y muere. El hombre y el sol nacen y mueren. Y en aquella profunda oscuridad donde se esconden, ambos descubren lo maravilloso que es morir para avivar la llama salvaje con la que arden a la mañana siguiente.
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