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Mostrando entradas de 2017

Un continuo ir y venir.

I París y el jazz. El humo del cigarrillo  y el vino. Un callejón donde se fijan citas. Una pareja en la esquina. Mi quinto piso. La ventana desde donde miro. Ella acostada en la cama. Las sábanas echadas al piso. Olor a sexo en los rincones. Ahora respiro un aire oscuro. Ella escucha mis latidos y se larga. La pareja dobló en la esquina. Alguien quiebra una botella. Soy yo quien aplasta el cigarrillo. No hay más música sin vos. II El ruido de las llaves sostenidas. Dos huellas por escalón. Las puertas de un hotel que da a la luna. Dos gatos atravesando la calle. La mirada hambrienta del clochard. Cruzo el Puente de las Artes. Los candados y el amor. Un pañuelo a rayas roto. El café de la esquina. El bar. De nuevo vino y cigarrillos. Una pareja en la barra. Y recomenzar.

Febrero

Con los ojos puestos sobre el abismo ansío afanosamente elevarme por encima de su profundidad,  y respirar por fin,  la misteriosa fragancia que se desprende de los cielos. De momento he saboreado suficiente voluptuosidad en los suelos; he lamido el fondo, he conseguido el fin. Y aún cuando me encuentro al borde del último abismo (que es el menos peligroso de todos) no abandono la esperanza de convertirme en águila y volar.

Enero

Como no acostumbraba a viajar con frecuencia, solía pensar en quienes habitaban las otras ciudades cercanas. Imaginaba sin mayor esfuerzo cómo eran sus rostros y el tipo de conversación que había entre las calles y la gente: para aquel entonces suponía que las calles y la gente se comunicaban entre sí, revelándose secretos. Por supuesto, más tarde comprendí no solamente que entre las grandes multitudes y una ciudad lejana no había ningún tipo de contacto, sino que tampoco lo había en mi ciudad ni con su gente. ¡Vaya mierda la que me tomó por sorpresa! Bastó un día entero para poder asimilarlo. ¿Cómo no lo había? Si en mi caso llevaba alrededor de 7 años teniendo conversaciones discretas con los árboles, con la arquitectura en general, con los cruces de esquina, con las plazas en que, sentado en sus malditos bancos, fui perdiendo la cabeza. ¿¡Cómo que no lo había!? Si todas las noches el jardín tenía un encanto misterioso, y mientras la mitad de la ciudad dormía, las antiguas c