Cecilia.
Era sábado por la noche, día en que Cecilia conocería el amor... Y enloquecería.
Cecilia, una joven de 19 años. Vivía al noroeste de Italia, en la ciudad de Alessandria. Era su familia de clase media-alta, vivía con sus padres y su hermano menor, Alessandro, de 4 años. Era conocida en su ciudad como «La mujer perfecta» así le solían llamar en aquel entonces, antes de que rompiera con la razón.
Su historia comienza así:
Hacía un día frío, un véspero melancólico perfecto, de esos que traen recuerdos de un pasado oscuro muy difícil de olvidar, como lo era el de Cecilia. Estaba ella sentada en un banco solitario a un lado de la plaza cercana a su hogar. Sobre ella, un cielo amarillento que poco a poco enmudecía, moría sin dejar rastro, sin estelas, sin nubes que lo adornaran, simplemente moría amarillento, silencioso; así moría.
Ella chupaba de su cigarrillo, admirando la perspectiva hambrienta que caía sobre el horizonte , y frente a ella, una perspectiva bondadosa, que a lo lejos comenzaba a relucir fugaces luces de una ciudad que despertaba.
Se desbordó la noche. Suave y densa a la vez, llegó también la niebla repentina. Cecilia optó por fumarse un último cigarrillo antes de volver a casa, al fin y al cabo, nadie la esperaba, podía pasar toda la noche allí sentada, sin nada que hacer, sólo chupando de sus cigarrillos. Cuando ya hacía un esfuerzo para levantar su cuerpo de aquel banco, fue interrumpida por una voz tenue masculina:
—Cecilia, ¿eres tú? —preguntó aquella voz—.
Ella, sin nada que decir, afirmó con la cabeza.
Él, suspirando, se sentó a su lado.
—¿Nos conocemos de algún lugar? —preguntó Cecilia—.
—La verdad es que no me conoces, pero yo... Yo te conozco desde hace mucho. Permite presentarme, mi nombre es Domenico...
Y así, pasado ya algún tiempo, aquel chico se hacía conocer frente a Cecilia, parecía conocer mucho acerca de su vida. Y ella, asombrada por el misterio que lo envolvía, sólo escuchaba atentamente, casi limitándose a hablar.
Transcurría el tiempo y se hacía tarde, el frío comenzaba a refugiarse entre los brazos de Cecilia, así que decidió dar punto final a la conversación.
—Se hace tarde, debo volver a casa —susurró ella— pero, podríamos volver a vernos. Recuerda, mañana, a la misma hora en el mismo lugar. ¡Te espero!
Y se marchó, sin dejar espacio a una respuesta.
Regresó a casa y entró en su habitación. En el fondo, muy en el fondo de su ser, algo nuevo comenzaba a surgir, algo crecía dentro de ella. Se sentía un poco inquieta y alegre, no dejaba de pensar en aquel chico, estaba sumergida en una nueva sensación inesperada. Tal vez crecían dos cosas, una buena a raíz de alguna mala.
Ellos, a la misma hora en el mismo lugar, allí eran sus encuentros cada día. Comenzaba a ser todo perfecto para ella, siempre volvía a casa feliz, pero sin dar explicación a sus padres de su incandescente alegría.
Pero, de pronto la situación comenzó a crear dudas, corrían rumores de que siempre se le veía de noche, sola en la plaza, sentada riendo sin motivos y hablándose a sí misma, porque, a quién más podía hablar si no había alguien a su compañía.
Y así despertó una mañana, con la breve sensación de que su corazón ya estaba muerto aunque ella estuviese viva. Ya era hora de enfrentar la realidad, saber que estuvo sola todo el tiempo, tan solamente enamorada de sus alucinaciones.
Cecilia fue internada en un centro de ayuda psiquiátrica,
después de que se le diagnosticara esquizofrenia.
Cecilia, una joven de 19 años. Vivía al noroeste de Italia, en la ciudad de Alessandria. Era su familia de clase media-alta, vivía con sus padres y su hermano menor, Alessandro, de 4 años. Era conocida en su ciudad como «La mujer perfecta» así le solían llamar en aquel entonces, antes de que rompiera con la razón.
Su historia comienza así:
Hacía un día frío, un véspero melancólico perfecto, de esos que traen recuerdos de un pasado oscuro muy difícil de olvidar, como lo era el de Cecilia. Estaba ella sentada en un banco solitario a un lado de la plaza cercana a su hogar. Sobre ella, un cielo amarillento que poco a poco enmudecía, moría sin dejar rastro, sin estelas, sin nubes que lo adornaran, simplemente moría amarillento, silencioso; así moría.
Ella chupaba de su cigarrillo, admirando la perspectiva hambrienta que caía sobre el horizonte , y frente a ella, una perspectiva bondadosa, que a lo lejos comenzaba a relucir fugaces luces de una ciudad que despertaba.
Se desbordó la noche. Suave y densa a la vez, llegó también la niebla repentina. Cecilia optó por fumarse un último cigarrillo antes de volver a casa, al fin y al cabo, nadie la esperaba, podía pasar toda la noche allí sentada, sin nada que hacer, sólo chupando de sus cigarrillos. Cuando ya hacía un esfuerzo para levantar su cuerpo de aquel banco, fue interrumpida por una voz tenue masculina:
—Cecilia, ¿eres tú? —preguntó aquella voz—.
Ella, sin nada que decir, afirmó con la cabeza.
Él, suspirando, se sentó a su lado.
—¿Nos conocemos de algún lugar? —preguntó Cecilia—.
—La verdad es que no me conoces, pero yo... Yo te conozco desde hace mucho. Permite presentarme, mi nombre es Domenico...
Y así, pasado ya algún tiempo, aquel chico se hacía conocer frente a Cecilia, parecía conocer mucho acerca de su vida. Y ella, asombrada por el misterio que lo envolvía, sólo escuchaba atentamente, casi limitándose a hablar.
Transcurría el tiempo y se hacía tarde, el frío comenzaba a refugiarse entre los brazos de Cecilia, así que decidió dar punto final a la conversación.
—Se hace tarde, debo volver a casa —susurró ella— pero, podríamos volver a vernos. Recuerda, mañana, a la misma hora en el mismo lugar. ¡Te espero!
Y se marchó, sin dejar espacio a una respuesta.
Regresó a casa y entró en su habitación. En el fondo, muy en el fondo de su ser, algo nuevo comenzaba a surgir, algo crecía dentro de ella. Se sentía un poco inquieta y alegre, no dejaba de pensar en aquel chico, estaba sumergida en una nueva sensación inesperada. Tal vez crecían dos cosas, una buena a raíz de alguna mala.
Ellos, a la misma hora en el mismo lugar, allí eran sus encuentros cada día. Comenzaba a ser todo perfecto para ella, siempre volvía a casa feliz, pero sin dar explicación a sus padres de su incandescente alegría.
Pero, de pronto la situación comenzó a crear dudas, corrían rumores de que siempre se le veía de noche, sola en la plaza, sentada riendo sin motivos y hablándose a sí misma, porque, a quién más podía hablar si no había alguien a su compañía.
Y así despertó una mañana, con la breve sensación de que su corazón ya estaba muerto aunque ella estuviese viva. Ya era hora de enfrentar la realidad, saber que estuvo sola todo el tiempo, tan solamente enamorada de sus alucinaciones.
Cecilia fue internada en un centro de ayuda psiquiátrica,
después de que se le diagnosticara esquizofrenia.
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