Garabatos grises que posan sobre el papel.

Hacía un pantano espeso por la noche,
divagaban luces blondas como almas desiertas.

Oí el cantar de un grillo,
ése, el de sus ojos,
quien me anunciaba el despertar.

Y fue así,
justo ahí, cuando su alma entró en mi sombra,
fúlgida, erizándose toda mi piel.
Y fue ahí,
justo así, como las aves embriagadas salieron de mi pecho alzando el vuelo alto,
rápido, queriendo huir.
Pero ya era tarde,
su aroma a flores frescas las hizo volver.

Y entonces se calló el mismo silencio y no se escuchó nada,
nada.
No se escuchó siquiera el eco del aullido del aquel lobo.
Y de la nada,
o tal vez de la penumbra,
brotaron colores surtidos,
cautelosos, sin querer ser vistos,
como de melodías vacías y difusas que a lo lejos se divisaban.

Y la pared se me hizo encima,
fría, pálida, como cal helada.
Y me estremecí fuerte,
eufórico.
Pero la pared se quebró de un sacudido. 

Y cambió la perspectiva.
Lo que antes era pantano,
se volvió cielo,
o mar,
no sé.
Eran nubes,
o espuma;
eran castillos de tiempo,
o de arena.
Qué más da.

Pero me equivoqué, 
tal vez ya había enloquecido.

Era ella,
era ella desnuda pero cubierta de piel.
En sus pasos arrastraba el viento, el tiempo, no sé; 
lo cierto es que se acercaba a mí.
Y reconocí enseguida su presencia en su mirada,
nadie como ella me miraba así.
Entonces supe que había vuelto por mí de algún lugar;
y que era ella,
mi amor de vidas pasadas.



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