Enero

Como no acostumbraba a viajar con frecuencia, solía pensar en quienes habitaban las otras ciudades cercanas. Imaginaba sin mayor esfuerzo cómo eran sus rostros y el tipo de conversación que había entre las calles y la gente: para aquel entonces suponía que las calles y la gente se comunicaban entre sí, revelándose secretos.
Por supuesto, más tarde comprendí no solamente que entre las grandes multitudes y una ciudad lejana no había ningún tipo de contacto, sino que tampoco lo había en mi ciudad ni con su gente.
¡Vaya mierda la que me tomó por sorpresa! Bastó un día entero para poder asimilarlo.
¿Cómo no lo había? Si en mi caso llevaba alrededor de 7 años teniendo conversaciones discretas con los árboles, con la arquitectura en general, con los cruces de esquina, con las plazas en que, sentado en sus malditos bancos, fui perdiendo la cabeza.
¿¡Cómo que no lo había!? Si todas las noches el jardín tenía un encanto misterioso, y mientras la mitad de la ciudad dormía, las antiguas construcciones me miraban silenciosas y al llegar la brisa, me revelaban un secreto 
[que no mencionaré por razones ajenas a este texto y por respeto].

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